Sobre Clémentine Martin

Proyecto final

Empecé a trabajar en el sector de la moda en el año 2009, hace diez años. En aquel momento, el medio ambiente y las condiciones de trabajo de las personas que fabrican nuestra ropa no estaban precisamente en el punto de mira.

Mi primera experiencia dentro de este campo laboral muy peculiar fue bastante grata. Un equipo pequeño, humano, una carga de trabajo razonable: mucho más de lo que puede pretender un trabajador en Bangladesh, obviamente.

Me empecé a interesar por el tema de la proveniencia de la ropa en los países occidentales post-industrializados por una sensación de injusticia.

Mi primera experiencia de trabajo en la moda tuvo lugar en una web que distribuía varias marcas de ropa por Internet. Entre otras tareas, hacía de asistente durante las sesiones de fotos de productos para la web, lo cual implicaba estar un buen rato planchando ropa. Claro: yo veía la ropa de muy cerca, y leía cuidadosamente las etiquetas en busca de instrucciones de temperatura máxima de planchado.

Por ingenua o por desinformación, nunca me había hecho antes la pregunta de saber de dónde venía mi ropa. Y leyendo etiqueta tras etiqueta, me empecé a dar cuenta de qué casi todos los artículos estaban hechos en China, Bangladesh, Cambodia, Vietnam. Como dije antes, las condiciones de trabajo y el medio ambiente no cobraban mucho protagonismo a la hora de decidir dónde se tenía que fabricar la ropa: lo único que importaba era sacar el presupuesto más bajo posible, para asegurarse unos márgenes confortables.

Por una parte, me sentí profundamente engañada: las marcas con cuales trabajábamos eran marcas caras y me daba cuenta de qué eso no significaba calidad, como siempre lo había pensado. Por otra parte, pude constatar que las devoluciones de clientas por defectos de fabricación o ruptura de un bolsillo/una botonera/una cremallera en los 15 primeros días de vida de la prenda eran bastante frecuentes.

Tomar conciencia de que nos estaban tomando el pelo me dio ganas de empezar a buscar más información sobre la forma de producir ropa. Las informaciones todavía eran escasas, pero lo que se podía concluir sin mucho riesgo era que si el precio de las telas era el mismo para todos los fabricantes (más o menos, sin tener en cuenta los descuentos por volúmenes), la única forma de llegar a rebajar el precio de una prenda era actuar sobre los sueldos de los que fabricaban.

A la vez, me empecé a dar cuenta de que en mi zona de Francia, existía una amplia red de diseñadores de ropa de los cuales nadie sabía nada, que intentaban ofrecer una alternativa más humana al patrón tirano de la industria de la moda tradicional.

Con una amiga, empezamos a recorrer la región en un antiguo camión de bomberos convertido en tienda sobre ruedas, organizando eventos para difundir el trabajo de esos diseñadores y conocer a otros. Teníamos también una revista online dónde publicábamos las entrevistas escritas y en vídeo de los diseñadores. La experiencia fue fascinante, pero agotadora. Le pudimos sacar algunas conclusiones.

Primero, tuvimos que reconocer que competir con las grandes empresas del sector iba a ser complicado, tanto por unas razones obvias de visibilidad que por un problema de precios. A pesar de una oferta mucho más

exclusiva, nos costaba hacer aceptar el precio de las prendas que vendíamos, especialmente a los más jóvenes que no se podían imaginar gastar tanto dinero en ropa. Y es que el modelo impuesto por los gigantes del sector nos educa a comprar barato, tirar después de tres o cuatro usos y volver a comprar – no a hacer una inversión duradera en una prenda de calidad.

No obstante, notábamos a la vez una verdadera gana de informarse de parte de los consumidores; así como un desconocimiento total de las consecuencias de la producción masiva de ropa.

En 2013, ocurrió el drama del Rana Plaza: el incendio de una fábrica de ropa en Bangladesh que no cumplía las normas de seguridad y que tuvo como consecuencia la muerte de más de 1100 trabajadores – principalmente mujeres. Este desafortunado evento sirvió, por lo menos, a dar a conocer la realidad tremendamente dura de las condiciones de trabajo de los empleados del textil.

Poquito a poco, los temas de ecología fueron ganando protagonismo y se empezó a desvelar la cara oscura de la producción de ropa, segunda industria más contaminante del planeta después del petróleo. Se empezaron a publicar artículos, documentales, fotos; y se montaron organizaciones dedicadas a imaginar otros modelos para la industria – más respetuosos del medio ambiente y de los humanos.

Aún así, el partido está lejos de ser ganado. El objetivo de mi proyecto, sencillamente, es intentar hacer ver la cara oculta de la moda que no podemos o no queremos ver. La explotación de los trabajadores; el agotamiento de los recursos del planeta y la contaminación a gran escala; la hipocresía del «green washing»; el horror de los diktats de belleza que generan o fomentan trastornos alimenticios.

Como consumidores, tenemos la posibilidad de cambiar este modelo. Nuestro dinero y la forma en la que lo gastamos son nuestras armas más poderosas. Pero eso implica darse cuenta de algún modo de lo que está pasando y del impacto social de nuestros actos. ¿Cómo puede ser que una camiseta valga lo mismo que un capuccino? ¿Consumir y tirar, realmente nos hace más felices? Se estima que sin volver a producir ninguna prenda a partir de ahora, tendríamos suficientes stocks para vestir el planeta durante unos 30 años. Respecto al cambio climático, lo sabemos: tendríamos que haber reaccionado hace tiempo ya.

Haciendo esta sesión de fotos con ropa y complementos de diseñadores locales que producen a pequeña escala, intento demostrar que las alternativas existen. Y una vez lo sepamos, podremos tomar nuestra decisión.